LA HORA DE LOS MÁRTIRES
La arboleda perdida
Me invade la tristeza. Se murió el mundo frente a mi ventana, y nadie hizo nada. No me enteré cuando ocurrió, aunque tenía planeado atarme a sus troncos, ser la rehén de la lucha.
¡Cuánto me alegro por no haber visto el arbolicidio flagrante! El frondoso jardín y sus árboles quijotescos enarbolados ante mis cristales desaparecieron una mañana de finales de febrero.
Llevaba ocho años viendo esos gigantes mojarse con la lluvia, zimbrearse con el viento, haciendo de sus ramas la parada y fonda para el descanso perfecto de los pajarillos y otras aves.
La hilera de diez frondosos chopos, altísimos como por soberbia, ahora tenían sus ramas desnudas, augurio del final que les llegaba... la muerte inexorable.
El dinero y cuatro caciques decidieron la suerte de mis árboles, de mi jardín -que florecía cada primavera- y mis sueños de vivir en ellos echaron a volar con las hojas de otoño. Entonces, yo las veía caer, y veía las últimas nieves cubrir sus robustas ramas. Los últimos vientos fuertes arrecieron a ochenta kilómetros por hora, y ellos resistieron las embestidas como los quijotes que fueron durante sus veinte o treinta años de vida.
No me atrevo a mirar por mis ventanas. Pero sé que yacen, cortados a trocitos, esperando ser llevados caminos del olvido, lejos de mi mirada. Yo he muerto un poco con ellos, pero mi recuerdo siempre los acompañará.
Y mis sueños, recreados desde mi terraza ante su imágen frondosa, verde y placentera, se han esfumado para siempre. Sueños de amor, de felicidad, de futuro...
Llegará la primavera, y los chopos ya no estarán. En su lugar habrá más cemento y autopista, más coches y más polución. Menos trinos de ruiseñores y más ruidos de motor.
Llegará el verano, y al atardecer, mi jardín no entrará hasta mis habitaciones con su fragancia de clorofila. La hierba recién cortada tampoco me llenará la pituitaria cuando tienda mi ropa frente al escenario vacío de hoy.
Llegará el próximo otoño, y otro invierno, y los árboles se habrán reciclado en muebles, papel y cosas para usar y tirar.
Yo seguiré añorando los años que viví con ellos, seres vivos como yo, no tengo otro lugar para llorarlos, sino desde mi mismo corazón. Creo que a veces, ellos me hablaban, chillaban sus ramas, gritaban mi nombre; clavados en su suelo y alimentados por los charcos que se hacían tras la lluvia, los escuchaba reir, hablar, acariciarse entre ellos, hacerse el amor enmarañados en explícitas posturas...
Murieron los gatos que se refugiaban bajo sus troncos, asustados por las máquinas o masacrados. La mujer que los cuidaba no tuvo tiempo de socorrerlos.
Tengo tantos y tantos hermosos recuerdos que desde hace tres días me impiden llegar hasta mis cristales...
Corrí todas las cortinas, para no ver, para no sufrir. Se que yacen ahí, pero nadie tapó sus cadáveres. El execrable crimen quedará impune. Ya me han arrebatado la gran razón de mi vida en esta casa, ¿dónde reposarán mis huesos cuando yo muera?
Mi cuerpo y mi alma se disgregarán, y si me incineran, quiero volver a los árboles, a otros de su familia, y morir de nuevo con ellos si les llega la hora de los mártires.
No me importa que los demás se rían de mí. Yo amé esos árboles, como amo a todos los seres vivos, y se merecen mi respeto, mi recuerdo y mis lágrimas, si me dejan llorarlos. Que se rían los caciques, que se nutran del dinero.
Me siento incomprendida, como cuando los defendí y fuí vilipendiada: "Loca, chiflada", y las miradas del cacique me persiguieron por el pueblo hasta que me ganó la batalla, y se cobró sus víctimas.
Me quedo sola frente a mi ventana... Mi alma está con ellos. Mis Quijotes se fueron a resolver otros entuertos, y como siempre, perderán en sus luchas o serán motivo de risas. Ruego al creador de todos los seres vivos que los lleve al cielo de los jardines frondosos, si existe...
¡Ojalá, todos nos merecemos un Cielo!
Autora: Alicia Rosell
(Párrafos extraídos de mi relato titulado "La hora de los mártires")
¡Cuánto me alegro por no haber visto el arbolicidio flagrante! El frondoso jardín y sus árboles quijotescos enarbolados ante mis cristales desaparecieron una mañana de finales de febrero.
Llevaba ocho años viendo esos gigantes mojarse con la lluvia, zimbrearse con el viento, haciendo de sus ramas la parada y fonda para el descanso perfecto de los pajarillos y otras aves.
La hilera de diez frondosos chopos, altísimos como por soberbia, ahora tenían sus ramas desnudas, augurio del final que les llegaba... la muerte inexorable.
El dinero y cuatro caciques decidieron la suerte de mis árboles, de mi jardín -que florecía cada primavera- y mis sueños de vivir en ellos echaron a volar con las hojas de otoño. Entonces, yo las veía caer, y veía las últimas nieves cubrir sus robustas ramas. Los últimos vientos fuertes arrecieron a ochenta kilómetros por hora, y ellos resistieron las embestidas como los quijotes que fueron durante sus veinte o treinta años de vida.
No me atrevo a mirar por mis ventanas. Pero sé que yacen, cortados a trocitos, esperando ser llevados caminos del olvido, lejos de mi mirada. Yo he muerto un poco con ellos, pero mi recuerdo siempre los acompañará.
Y mis sueños, recreados desde mi terraza ante su imágen frondosa, verde y placentera, se han esfumado para siempre. Sueños de amor, de felicidad, de futuro...
Llegará la primavera, y los chopos ya no estarán. En su lugar habrá más cemento y autopista, más coches y más polución. Menos trinos de ruiseñores y más ruidos de motor.
Llegará el verano, y al atardecer, mi jardín no entrará hasta mis habitaciones con su fragancia de clorofila. La hierba recién cortada tampoco me llenará la pituitaria cuando tienda mi ropa frente al escenario vacío de hoy.
Llegará el próximo otoño, y otro invierno, y los árboles se habrán reciclado en muebles, papel y cosas para usar y tirar.
Yo seguiré añorando los años que viví con ellos, seres vivos como yo, no tengo otro lugar para llorarlos, sino desde mi mismo corazón. Creo que a veces, ellos me hablaban, chillaban sus ramas, gritaban mi nombre; clavados en su suelo y alimentados por los charcos que se hacían tras la lluvia, los escuchaba reir, hablar, acariciarse entre ellos, hacerse el amor enmarañados en explícitas posturas...
Murieron los gatos que se refugiaban bajo sus troncos, asustados por las máquinas o masacrados. La mujer que los cuidaba no tuvo tiempo de socorrerlos.
Tengo tantos y tantos hermosos recuerdos que desde hace tres días me impiden llegar hasta mis cristales...
Corrí todas las cortinas, para no ver, para no sufrir. Se que yacen ahí, pero nadie tapó sus cadáveres. El execrable crimen quedará impune. Ya me han arrebatado la gran razón de mi vida en esta casa, ¿dónde reposarán mis huesos cuando yo muera?
Mi cuerpo y mi alma se disgregarán, y si me incineran, quiero volver a los árboles, a otros de su familia, y morir de nuevo con ellos si les llega la hora de los mártires.
No me importa que los demás se rían de mí. Yo amé esos árboles, como amo a todos los seres vivos, y se merecen mi respeto, mi recuerdo y mis lágrimas, si me dejan llorarlos. Que se rían los caciques, que se nutran del dinero.
Me siento incomprendida, como cuando los defendí y fuí vilipendiada: "Loca, chiflada", y las miradas del cacique me persiguieron por el pueblo hasta que me ganó la batalla, y se cobró sus víctimas.
Me quedo sola frente a mi ventana... Mi alma está con ellos. Mis Quijotes se fueron a resolver otros entuertos, y como siempre, perderán en sus luchas o serán motivo de risas. Ruego al creador de todos los seres vivos que los lleve al cielo de los jardines frondosos, si existe...
¡Ojalá, todos nos merecemos un Cielo!
Autora: Alicia Rosell
(Párrafos extraídos de mi relato titulado "La hora de los mártires")
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